viernes, 10 de octubre de 2008

El orden del desorden

Me desperté bruscamente con los golpes en el techo. Que alivió haber escapado de ese sueño. Hace tres años que no volvía a recordarlo, a recordar aquel martes cuando el Negro volvía del casino de la ciudad. En el sueño reviví cuando entró con la cara sudada como siempre, cuando mi ritmo cardíaco aumentó más y más al ver aquel maletín lleno de dinero. Había arruinado a su esposa, a sus hijas, a sus padres, pero sobre todo me había arruinado a mí.
El Negro ya lo había perdido todo, y nosotros, por su culpa, también. Por eso había decidido ir por última vez a abusar de sus talentos con las maquinas. Aquel martes llegó a mi casa luego de haberse hecho su último millón. Se había guardado una mitad, la otra mitad era para mí por todo lo que me había hecho. Su cuerpo nunca fue hallado, y al parecer sólo yo sabía cual era su intención desde un principio.
Tres años han pasado desde aquel incidente, su dinero me ayudó para rearmar mi vida. Un pequeño negocio en el centro de la ciudad y una vida solitaria en la vieja casa. Reconozco que mi vida es más tranquila sin su presencia, pero también ha tomado la forma de una triste monotonía. Los días eran largos y aburridos, las emociones tranquilas, mi ya larga soltería parecía no querer tomar otro rumbo.
Corría la última semana de octubre cuando aquel leve sonido de la buhardilla me rescató del sueño; que bien fue empezar el día con un quiebre de rutina. Entré al baño a afeitarme, echarme colonia y tomar pastillas como de costumbre. Las mañanas se habían vuelto más pesadas que los meses anteriores, aquel lunes fue particularmente largo y fatigoso.
Mi vida carecía de sentido a tal grado que aquella tarde, al salir del trabajo, tuve extrañas divagaciones. ¿Para qué me apuro en volver a casa?, ¿no iba a esperar acaso como de costumbre que las horas pasaran deambulando entre la cocina y el sofá? Caminé toda la tarde desde los amplios paseos del centro hasta los estrechos pasajes de mi población. Durante todo el recorrido estuve pensando en mi sueño, extraño que no pueda recordar nada más de ese día. Me dio lástima el destino que corrió el Negro, nunca fue un tipo mal intencionado, solo enfermo. Había descubierto muy joven su ludopatía, lo sabía por aquellas nauseas que lo acompañaban todo el día los años de liceo, lo sabía por el sabor del triunfo cuando rechinaba esa cascada de metales. Difícil era negar su talento, creía ser capaz de detectar la receta exacta en su triunfo, para él no había azar. Sentía el calor de la maquina, un pequeño temblor en los costados del compartimiento, un aviso que lo llamaba a jalar la palanca en aquel momento exacto, y la maquina vomitaba una y otra vez sus metálicos antídotos.
En el largo recorrido recordé las elocuentes ideas del Negro acerca de su oficio, parafraseando al renombrado estadístico César Vivanco, decía “mi trabajo consiste en domesticar el azar, en encontrar las regularidades ocultas en esas infinitas posibilidades”. Pero la acuosidad de sus lecturas sobre estadística multivariada jamás le precavió acerca de los riesgos de fiarse en los números, de la posibilidad certera de que el azar le jugase una mala pasada.
Al llegar aquel martes al almacén de la esquina de mi pasaje me encontré con lo que intentaba evitar: Una máquina tragamonedas, aquel vampiro que se extendía como cáncer hasta por los lugares más recónditos de la ciudad. Ahora estaba finalmente ahí, a tres pasos de mi casa. El vuelto de las cuatro marraquetas me devolvió justo una moneda; pensando siempre en los consejos del Negro decidí darle una oportunidad a mi suerte. Jalando de la palanca me lo imaginé a mi lado, me susurraba al oído “busca el orden dentro de aquel desorden, traza un sendero dentro de toda esa irregularidad”, una enorme excitación se apoderó de mí justo antes de ver como la máquina se tragaba la moneda por apenas una milésima de imprecisión.
Mientras llegaba a mi casa creí entender que quizás esa era la razón de mi odio al Negro, su pasión por aquello que sólo él entendía. Odiaba ese fervor que nos alejaba más y más del mundo. Aquella noche volví a soñar con la última vez en que lo vi. Cuando entró a la casa con ese maletín ya sabía lo que tenía pensado hacer. ¿Por qué lo sabía? ¿Por qué no hice nada para evitarlo? La mañana siguiente de aquella última semana de octubre los golpes desde la buhardilla fueron más fuertes, pensé en la posibilidad seria de comprar veneno de ratones. En el baño descubrí que luego tendría que comprar más crema, más colonia y más pastilla, era necesario, aunque nunca entendí muy bien por qué. El día fue más largo, más monótono, más lento, pero mientras más horas pasaban, más crecía en mí una ansiedad. Sólo faltaba una hora, y mientras atendía a la clientela, mi mano sudada acariciaba lentamente las monedas de mi bolsillo derecho. Alcancé a tomar la micro apenas dos minutos después de la hora de salida. Llegué al almacén en un record de 25 minutos. Cuando inserté la primera moneda caí en un profundo estado de concentración, mientras más monedas insertaba, más creía entender a aquel personaje que abandonó mi vida. Perdía más y más monedas tratando de ejecutar alguno de los sabios consejos del Negro acerca de la aleatoriedad. Cuando ya había agotado todas mis monedas comprendí que mi destreza simplemente no era la de un jugador.
Aquella noche volví a soñar con la última visita del Negro; me llegaban nuevos fragmentos, todo ocurrió en mi casa, entró a mi baño, no salió más.
Los días que siguieron sufrí un contradictorio efecto de felicidad, me levantaba de golpe con los ruidos, en mi baño ya no quedaban colonias ni cremas ni pastillas, me había dejado de interesar todo eso. Mi mañana estaba en función de llegar antes para salir antes. Llegaba al almacén de mi casa cada vez más temprano y con los bolsillos cada vez más pesados. Con cada moneda me sentía un poco más cerca del Negro, un poco más redimido por lo que pasó con él, ¿qué fue lo que pasó con él?
El último fragmento me llegó un martes de la segunda semana de noviembre. Recordé aquella visita, aquellas pastillas en el baño, yo lo había obligado a ingerirlas, yo lo había matado. Cuando estaba en la cúspide de mi reveladora pesadilla, los golpes desde la buhardilla me devolvieron bruscamente a la realidad. Tendido en mi colchón, absorto de espanto, comencé a escuchar más y más intensos los golpes del techo. La posibilidad de los ratones se mantenía firme en mi cabeza, y posiblemente los golpes no habrían alterado aún más mi estado si tras su lúgubre eco no hubiese percibido un leve suspiro. Parecía el suspiro de un viejo al que le cuesta respirar. Caminé despacio hacia el comedor y levanté la escalera de mano, pude recordar el mismo recorrido de hace tres años, cuando levantaba aquella pesada escalera. Abrí la compuerta para la buhardilla de un fuerte empujón. La ampolleta cedió una tenue luz igual que tres años atrás. Me abrí paso entre los cachureos y las cajas cenicientas con la mente puesta en no perder la pista de aquel susurro. Entonces la vi. Ahí estaba aquella maleta negra, semi-abierta ante mí sobre el viejo armario. Al acercarme, se asomaban algunos billetes dispersos del millón restante. Mi reflejo en el espejo del armario me esbozaba aquella única sonrisa, ya era hora de volver al casino.

jueves, 9 de octubre de 2008

Refracción

Don José entró cauteloso a la vieja casa de adobe. No quería tocar ni mirar nada, era como si todo estuviera puesto y dispuesto por un motivo en aquellas repisas añejas. Sentada en la mesa del comedor lo esperaba ella. Se sentó frente a la silueta que se iluminaba intermitente con el parpadeo de las velas.
-¿En qué le puedo servir don José?- preguntó las anciana.
- Necesito de su talento - respondió el hombre mientras se sobaba las manos- cosas extrañas pasan por mi fundo.
-Supe desde un principio que su visita no podía ser de amistad- dijo la vieja intentando una sonrisa- treinta años en este pueblo y apenas me había ganado un saludo en las tardes de azarosos encuentros. Sin embargo estaba preparada para esto. Como si todos estos años nuestras miradas se encontraran esperando que los acontecimientos nos pusieran en esta situación común. Usted, que desconfiando de mis talentos, se haya visto en una circunstancia tal que hace ineludible mi presencia. Sus enormes miedos tienen que ver con el tiempo, con aquello desconocido que podría ocurrir o quizás ya a ocurrido. Y es el mismo tiempo con sus enigmas lo que me ha llevado a reconocer que este puzle se termina con usted, con nosotros sentados en esta mesa en este momento. Y es todo este laberinto de acontecimientos lo que me da la certeza de que debo escuchar su historia, y de que debo decirle lo que le diré luego de escucharla. De esta forma espero cerrar el círculo que me ha traído a este pueblo.
- No entiendo de lo que habla- profirió Don José- lo he pensado mucho antes de venir esta noche. Mi señora me convenció luego de haber escuchado lo que usted sabía hacer.
- ¿Es realmente eso lo que ocurrió?- preguntó capciosa la anciana- es como el libro de las señales imaginarias. Una gran libro señor. Habla de los signos, el tiempo y los “Hurs”.
- ¿Los qué?- preguntó desconcertado.
-No tiene importancia en este momento. Lo que si tiene es que el signo que cambiará su vida sólo aparece en dos fracciones: una real, la cual es la propia determinación suya de venir hasta acá, y otra irreal. En el libro de señales imaginarias mi maestro don Santi lo declaró textualmente en la página 86 “cuando surgen los arrebatos del sentido perdido, nos remitimos a nuestra fiel intuición de los hechos, aquellos rostros que sólo conocemos por el trasfondo, que sólo a nosotros nos hacen sentido, el punto concéntrico de los caminos tiene una única solución, tan ineludible como el último”. Así es como la segunda fracción de ese signo será lo imaginario. Sólo el rodeo por lo imaginario permite superar tanto la imposibilidad de la verdad como la imposibilidad de la práctica. Has de saber que ya la imposibilidad de la verdad ha sido demostrada por el maestro Jandel. La verdad es el habla, que a su vez habla y piensa sobre el pensamiento, que a la vez ya ha sido pensado y hablado. Su recursividad la hace imposible. Mientras que por otro lado la imposibilidad de la práctica y su paradójico conocimiento ha quedado desmentida luego de la aseveración de Himmenguer, donde asegura la imposibilidad de determinar a la vez la posición y el momento de un cuerpo particular, pues con el puro hecho de observar alteramos el espacio observado. En otras palabras, solo el rodeo por lo imaginario permite explorar lo posible. Lo que quiero decirle en el fondo es que aquellos destinos dentro de los múltiples caminos de este laberinto solo pueden ser resueltos por signos imaginarios, ya que solo ellos guiarán hacia el orden. O en otro sentido de mi idea, lo que quiero decir es que el signo y su fracción dual, solo pueden emerger de usted mismo. ¿Qué cree usted que se puede desprender de todo esto don José?
- Qué yo he sido quién se ha imaginado a mi esposa pidiéndome que la venga a ver esta noche- respondió don José que trataba de creer lo que le parecía imposible.
-Resulta don José- dijo la vieja retrocediendo en las sombras- que yo no sólo nunca he hablado con su esposa, sino que nunca la he visto en mi vida. Ni siquiera se como se llama, solo sé que ya ha jugado un papel importante en este fragmento de la historia. Ahora sólo falta su rol en todo esto. Que me cuente acerca de aquel hombre. Y que luego de escucharlo yo le diga lo que usted debe escuchar.
Don José miraba confundido. Era como si ella supiera exactamente todo lo que tenía en su mente. Sus manos comenzaron a tiritar y sintió un enorme deseo de llorar. Pero no lo hizo, tantos años patrón y ahora convertido en un pusilánime, pensó. Prendió un cigarro en la vela de la mesa y se reclinó en el asiento.
-No entiendo para que quiere escucharme- dijo don José dando una bocanada temblorosa de humo- ya sabe todo lo que tengo que decirle. Aquella noche solté las riendas del animal por el mismo recorrido de siempre. La luz generosa de la luna creciente iluminaba los pasos lentos por los predios de cerezos y nogales. Todo era rutinario, hasta que sentí una pata de la bestia hundirse en un pedazo de carne. Me percaté que había pisado a un pobre infeliz que se arrastraba de dolor por los suelos. Lo subí como pude al animal y lo llevé a la hacienda. Difícil haberle pedido que hablara en esas circunstancias. Lo cargué ensangrentado a la casa para que la empleada le preparara una curación y mi señora le ofreciera un plato caliente. Al día siguiente tampoco nada pude saber de él; rubio, flaco y con cara de borracho sólo me respondía con una mirada perdida cuando preguntaba su nombre.
Los días que siguieron fueron de lo más inesperado. Llegaba a la casa por las tardes y tanto mi señora como mi hija parecían haberle tomado un extraño cariño a su persona. Lo atendían cual si se tratara de un noble que se hospedaba en nuestra hacienda. Merodeaba por la casa sin decir palabra alguna, un día hasta entró en mi estudio sin tocar la puerta, me examinó con la mirada y se marchó sin reaccionar a mis insultos. Mi calma se veía cada vez más alterada. Inútil fue mi intento de sacarlo de la hacienda el quinto día, los alegatos de mi señora lo hicieron imposible, que el pobre miserable todavía no podía caminar con ambas piernas, que no tenía donde ir, que todavía estaba en un estado de shock. Pero en el fondo yo sabía que su presencia iba más allá de mi familia, la hacienda o su pierna destrozada; tenía que ver conmigo, algo inexplicable había de él en mí. Las noches se hacían intensas, poco o nada de sueño me dejaba la complejidad de su presencia en la residencia. Anoche me lo encontré caminando por los cultivos de trigo a luna llena. Lo vi desde mi ventana, y él desde lejos me miraba de vuelta.
- Aquel fue quizás el primer fragmento del signo imaginario- dijo la vieja mostrando brevemente su dentadura grisácea- quizás el último. Sólo puedo decirle lo que yo sé; lo que determina su presencia en este lugar, y que no lo dejará en paz hasta que los hechos ya se hayan consumado. Los hechos que siguen tendrán que ver con su hija, y él entrando a su dormitorio una noche oscura.

Don José escuchó atentamente las palabras de la anciana. Su rostro se desfiguraba más y más a medida que la profecía de la anciana se hacía más descriptiva y más oscura. Creyó cada una de las palabras de la clarividente. Cuando se marchó hacia su casa aquella noche tenía la determinación más inquebrantable de su vida. La anciana comenzó su espera.

Don José tocó casi a la misma hora la puerta de madera añeja la noche siguiente.
- Hay un problema- dijo el hombre con el cuerpo sudoroso y demacrado mientras entraba en la casa de adobe- ha ocurrido algo completamente anormal.
La faz de Don José se veía aterrorizada, se acercó a la anciana con el cuerpo estremecido.
-Tranquilo, no ha habido ningún problema- respondió ella- lamentablemente todo ha ocurrido como tenía que ocurrir.
- Yo le he creído todo, y todo puede haber tenido sentido para mí. Pero no lo que ha ocurrido, eso se escapa de cualquier entendimiento. Los hechos se han desplazado en el tiempo.
- ¿Qué es lo que has hecho?- preguntó la anciana.
- Todo lo que en esa noche estuvo a mi alcance hacer. Llegué a mi mansión anoche con la única determinación de impedir el fatídico crimen. Entré primero a la pieza de mi hija y me aseguré de que dormía sana y en paz. Luego entré a la pieza donde se quedaba ese pobre infeliz, lo amordacé y lo arrastré hasta mi coche. Lo llevé hasta el arroyó en los límites de mi fundo. Le di la peor paliza de su vida y lo fusilé con tres corchos en el pecho. Su cuerpo quedó tirado a las orillas del arroyo.
- Yo nunca le dije que hiciera lo que hizo, sólo cumplí con llenar ese pedazo de historia que usted quería saber.
- El problema no fue ese- respondió agitado- me fui al bar del pueblo para asegurarme una coartada y volví a las primeras horas de la madrugada. No pude entender nada: la policía, mi mujer llorando y mi hija que divagaba alterada como nunca. Me contaron que todo había ocurrido, tal cual usted me lo contó, el pobre infeliz lo había hecho, le había quitado la inocencia durante la noche. No logré entender como pudo pasar. Mi mujer me contó a sollozos que había oído sus gritos a eso de las once, alertó a los empleados y entraron todos al dormitorio, pero el hecho ya estaba consumado y el sujeto se abrió paso a empujones y escapó de la hacienda.
-Perfecto don José, todo lo que le dije parece tener sentido ahora no.
- ¡sentido!-grito- de que sentido me habla. Yo le disparé a ese miserable antes de las 11, vi como agonizaba frente a mis ojos. No lo entendía, llegué a pensar que nunca había cometido el crimen, que todo fue producto de mi imaginación, eso hasta que los policías me dijeron que lo encontraron muerto al borde del arroyo en los límites de la hacienda. Tres tiros en el pecho y sin pistas del asesino. Es como si el tiempo se hubiera desdoblado. Como si pudiera haber cometido su vejación en contra de mi hija mientras le disparaba en el pecho.
- Y que tal si eso es lo que ocurrió señor- dijo la anciana levantando el mentón- que tal si lo que usted vivió fue tan real como lo otro.
- a que se refiere.
- Ya le he hablado de la imposibilidad de la verdad y de la práctica.- sonrió la anciana- ahora quizás deba saber del último legado de don Santi, mi maestro. Él me afirmó que los maestros de la semiótica de la conciencia poseían la capacidad de ver entre los pliegues del tiempo. La existencia no resulta en ningún caso algo lineal. El sujeto es un ser capaz de flexionarse sobre si mismo y rondar por sectores más allá de lo que el tiempo y el espacio nos tienen acostumbrados. Cuando usted deja caer una manzana cree que sabe que ésta llegará a un punto fijo en el suelo. ¿Cierto? Cree que sabe porque nunca previó que una tenue luz refractada por la ventana cambiaría su percepción y la verías cae en otro espacio de ese suelo. Sin embargo lo que usted ve o lo que yo vea nada tiene que ver con que esa manzana siempre tuvo que caer en esa área específica del mundo, no porque estuviera predeterminada, sino porque aquello ya había ocurrido. Don Santi descubrió que nuestra conciencia no es sino un espacio lleno de signos, signos que no alcanzan a ser procesados sino en el pasado. Vivimos en tiempo pretérito, y lo que yo hice fue simplemente contarle lo que ya había ocurrido.
- Pero que hay de mi intento de cambiar las cosas – preguntó desconcertado- que hay de la muerte que acometí a ese individuo.
- Aquello también tenía que ser así- respondió la anciana- también fue un hecho consumado, pero los pliegues de este camino y estas rutas terminan siempre en el único camino concéntrico que absuelve todas las anomalías. Por eso usted tenía que llegar a mi casa ayer, tenía que saber esto. Sin embargo con su visita ha despertado un peligroso camino en el tiempo, las formas del espacio han asumido su forma más aberrante, lo que mi maestro llamó los “húndur”. Aquellas formas que adopta la materia en el tiempo para reparar las anomalías, la existencia no se desvanece, sólo queda flotando entre dos versiones del mismo plano. Su víctima no fue más que esa forma de existencia desdoblada. Sin que usted lo sepa el tiempo está constantemente recurriendo a aquellas formas de existencia para emendar estos errores, sin embargo sólo algunos pueden descubrirlos. Mi maestro me enseñó desde la conciencia a sumergirme en aquellos pliegues temporales donde habitan los “húndur”. Por eso sé lo que sé, y vi lo que tenía que ver, y veo lo que veo en este momento.
Don José comenzaba a aterrarse más y más con las palabras y movimientos de la anciana.
-No se asuste con lo que le digo- continuó- es sólo una la conclusión que puede sacar de todo esto. Su visita de anoche, el asesinato en el arroyo, la vejación a su hija, todo parece conducir a un único camino: este momento, el lugar donde terminan todas las rutas. Has de saber que han venido a visitarme hoy por la tarde; resulta que el finado transgresor si tenía parientes. Eran tres hermanos, me dijeron que les contara todo lo que sabía.
- Y supongo que nos les contó lo que sabía- preguntó el hombre bruscamente levantando sus manos.
- Pero mi querido señor- dijo la anciana- que no ha entendido nada de lo que le he dicho. De nada habría servido una mentira, solo un pliegue más, otra aberración.
- Pero que voy a hacer ahora- dijo consternado don José- me deben estar buscando.
- Ya no debe preocuparse por ello- respondió la anciana- sígame y descubrirá todo.
El hombre la acompañó por la cocina, vio el cuchillo ensangrentado en entre las vajillas del lavaplatos; salieron al patio de la casa. La vieja señaló con el dedo un charco de sangre en medio del oscuro cemento.
- Esa es su sangre señor- dijo la anciana apuntando siempre con el dedo.- Aquellos hombres los esperaron en mi casa hoy por la tarde. Su cuerpo ahora mismo se halla sin vida enterrado en algún lugar de este valle. Sin embargo también está usted aquí
- No es posible -respondió violentamente Don José- como va a ser mi sangre si no me ha pasado nada, si yo estoy aquí, a menos de que esté insinuando que yo soy uno de esos…
Don José no concebía bien lo que le estaba ocurriendo, no quería creer lo que le decía la anciana, sin embargo una inaudita emoción lo hacía darse cuenta de que todo era así, todo era cierto. El hombre levantó sus manos y vio que estas se volvían cada vez más diáfanas con la luz lunar.
- Pero que me pasa- dijo mirando a la anciana- estoy… Me estoy…
- Desvaneciendo, así es. El problema señor es el siguiente, usted ha tenido que llegar a este lugar, y yo he tenido que recibirlo. Mi don me permite muchas cosas, pero no me ha permitido ver qué es lo que lo ha traído hasta acá. Este es el lugar donde terminan todos los caminos, el final. Antes de desaparecer debe hacer lo que tiene que hacer. Ambos hemos transitado toda una vida para este momento.
Don José se desmayaba, pero no por completo, una rabia se apoderaba más y más de él. Sintió un furor contra todo. Entró a la cocina buscando refugio de si mismo. Mareado se volteó y vio a la anciana mirándolo de cerca con sus ojos grandes y blancos. Ahí fue cuando tomó el cuchillo de entre las vajillas y lo levantó con su mano derecha. Habían llegado al final de todos los caminos.