El orden del desorden
Me desperté bruscamente con los golpes en el techo. Que alivió haber escapado de ese sueño. Hace tres años que no volvía a recordarlo, a recordar aquel martes cuando el Negro volvía del casino de la ciudad. En el sueño reviví cuando entró con la cara sudada como siempre, cuando mi ritmo cardíaco aumentó más y más al ver aquel maletín lleno de dinero. Había arruinado a su esposa, a sus hijas, a sus padres, pero sobre todo me había arruinado a mí.
El Negro ya lo había perdido todo, y nosotros, por su culpa, también. Por eso había decidido ir por última vez a abusar de sus talentos con las maquinas. Aquel martes llegó a mi casa luego de haberse hecho su último millón. Se había guardado una mitad, la otra mitad era para mí por todo lo que me había hecho. Su cuerpo nunca fue hallado, y al parecer sólo yo sabía cual era su intención desde un principio.
Tres años han pasado desde aquel incidente, su dinero me ayudó para rearmar mi vida. Un pequeño negocio en el centro de la ciudad y una vida solitaria en la vieja casa. Reconozco que mi vida es más tranquila sin su presencia, pero también ha tomado la forma de una triste monotonía. Los días eran largos y aburridos, las emociones tranquilas, mi ya larga soltería parecía no querer tomar otro rumbo.
Corría la última semana de octubre cuando aquel leve sonido de la buhardilla me rescató del sueño; que bien fue empezar el día con un quiebre de rutina. Entré al baño a afeitarme, echarme colonia y tomar pastillas como de costumbre. Las mañanas se habían vuelto más pesadas que los meses anteriores, aquel lunes fue particularmente largo y fatigoso.
Mi vida carecía de sentido a tal grado que aquella tarde, al salir del trabajo, tuve extrañas divagaciones. ¿Para qué me apuro en volver a casa?, ¿no iba a esperar acaso como de costumbre que las horas pasaran deambulando entre la cocina y el sofá? Caminé toda la tarde desde los amplios paseos del centro hasta los estrechos pasajes de mi población. Durante todo el recorrido estuve pensando en mi sueño, extraño que no pueda recordar nada más de ese día. Me dio lástima el destino que corrió el Negro, nunca fue un tipo mal intencionado, solo enfermo. Había descubierto muy joven su ludopatía, lo sabía por aquellas nauseas que lo acompañaban todo el día los años de liceo, lo sabía por el sabor del triunfo cuando rechinaba esa cascada de metales. Difícil era negar su talento, creía ser capaz de detectar la receta exacta en su triunfo, para él no había azar. Sentía el calor de la maquina, un pequeño temblor en los costados del compartimiento, un aviso que lo llamaba a jalar la palanca en aquel momento exacto, y la maquina vomitaba una y otra vez sus metálicos antídotos.
En el largo recorrido recordé las elocuentes ideas del Negro acerca de su oficio, parafraseando al renombrado estadístico César Vivanco, decía “mi trabajo consiste en domesticar el azar, en encontrar las regularidades ocultas en esas infinitas posibilidades”. Pero la acuosidad de sus lecturas sobre estadística multivariada jamás le precavió acerca de los riesgos de fiarse en los números, de la posibilidad certera de que el azar le jugase una mala pasada.
Al llegar aquel martes al almacén de la esquina de mi pasaje me encontré con lo que intentaba evitar: Una máquina tragamonedas, aquel vampiro que se extendía como cáncer hasta por los lugares más recónditos de la ciudad. Ahora estaba finalmente ahí, a tres pasos de mi casa. El vuelto de las cuatro marraquetas me devolvió justo una moneda; pensando siempre en los consejos del Negro decidí darle una oportunidad a mi suerte. Jalando de la palanca me lo imaginé a mi lado, me susurraba al oído “busca el orden dentro de aquel desorden, traza un sendero dentro de toda esa irregularidad”, una enorme excitación se apoderó de mí justo antes de ver como la máquina se tragaba la moneda por apenas una milésima de imprecisión.
Mientras llegaba a mi casa creí entender que quizás esa era la razón de mi odio al Negro, su pasión por aquello que sólo él entendía. Odiaba ese fervor que nos alejaba más y más del mundo. Aquella noche volví a soñar con la última vez en que lo vi. Cuando entró a la casa con ese maletín ya sabía lo que tenía pensado hacer. ¿Por qué lo sabía? ¿Por qué no hice nada para evitarlo? La mañana siguiente de aquella última semana de octubre los golpes desde la buhardilla fueron más fuertes, pensé en la posibilidad seria de comprar veneno de ratones. En el baño descubrí que luego tendría que comprar más crema, más colonia y más pastilla, era necesario, aunque nunca entendí muy bien por qué. El día fue más largo, más monótono, más lento, pero mientras más horas pasaban, más crecía en mí una ansiedad. Sólo faltaba una hora, y mientras atendía a la clientela, mi mano sudada acariciaba lentamente las monedas de mi bolsillo derecho. Alcancé a tomar la micro apenas dos minutos después de la hora de salida. Llegué al almacén en un record de 25 minutos. Cuando inserté la primera moneda caí en un profundo estado de concentración, mientras más monedas insertaba, más creía entender a aquel personaje que abandonó mi vida. Perdía más y más monedas tratando de ejecutar alguno de los sabios consejos del Negro acerca de la aleatoriedad. Cuando ya había agotado todas mis monedas comprendí que mi destreza simplemente no era la de un jugador.
Aquella noche volví a soñar con la última visita del Negro; me llegaban nuevos fragmentos, todo ocurrió en mi casa, entró a mi baño, no salió más.
Los días que siguieron sufrí un contradictorio efecto de felicidad, me levantaba de golpe con los ruidos, en mi baño ya no quedaban colonias ni cremas ni pastillas, me había dejado de interesar todo eso. Mi mañana estaba en función de llegar antes para salir antes. Llegaba al almacén de mi casa cada vez más temprano y con los bolsillos cada vez más pesados. Con cada moneda me sentía un poco más cerca del Negro, un poco más redimido por lo que pasó con él, ¿qué fue lo que pasó con él?
El último fragmento me llegó un martes de la segunda semana de noviembre. Recordé aquella visita, aquellas pastillas en el baño, yo lo había obligado a ingerirlas, yo lo había matado. Cuando estaba en la cúspide de mi reveladora pesadilla, los golpes desde la buhardilla me devolvieron bruscamente a la realidad. Tendido en mi colchón, absorto de espanto, comencé a escuchar más y más intensos los golpes del techo. La posibilidad de los ratones se mantenía firme en mi cabeza, y posiblemente los golpes no habrían alterado aún más mi estado si tras su lúgubre eco no hubiese percibido un leve suspiro. Parecía el suspiro de un viejo al que le cuesta respirar. Caminé despacio hacia el comedor y levanté la escalera de mano, pude recordar el mismo recorrido de hace tres años, cuando levantaba aquella pesada escalera. Abrí la compuerta para la buhardilla de un fuerte empujón. La ampolleta cedió una tenue luz igual que tres años atrás. Me abrí paso entre los cachureos y las cajas cenicientas con la mente puesta en no perder la pista de aquel susurro. Entonces la vi. Ahí estaba aquella maleta negra, semi-abierta ante mí sobre el viejo armario. Al acercarme, se asomaban algunos billetes dispersos del millón restante. Mi reflejo en el espejo del armario me esbozaba aquella única sonrisa, ya era hora de volver al casino.
El Negro ya lo había perdido todo, y nosotros, por su culpa, también. Por eso había decidido ir por última vez a abusar de sus talentos con las maquinas. Aquel martes llegó a mi casa luego de haberse hecho su último millón. Se había guardado una mitad, la otra mitad era para mí por todo lo que me había hecho. Su cuerpo nunca fue hallado, y al parecer sólo yo sabía cual era su intención desde un principio.
Tres años han pasado desde aquel incidente, su dinero me ayudó para rearmar mi vida. Un pequeño negocio en el centro de la ciudad y una vida solitaria en la vieja casa. Reconozco que mi vida es más tranquila sin su presencia, pero también ha tomado la forma de una triste monotonía. Los días eran largos y aburridos, las emociones tranquilas, mi ya larga soltería parecía no querer tomar otro rumbo.
Corría la última semana de octubre cuando aquel leve sonido de la buhardilla me rescató del sueño; que bien fue empezar el día con un quiebre de rutina. Entré al baño a afeitarme, echarme colonia y tomar pastillas como de costumbre. Las mañanas se habían vuelto más pesadas que los meses anteriores, aquel lunes fue particularmente largo y fatigoso.
Mi vida carecía de sentido a tal grado que aquella tarde, al salir del trabajo, tuve extrañas divagaciones. ¿Para qué me apuro en volver a casa?, ¿no iba a esperar acaso como de costumbre que las horas pasaran deambulando entre la cocina y el sofá? Caminé toda la tarde desde los amplios paseos del centro hasta los estrechos pasajes de mi población. Durante todo el recorrido estuve pensando en mi sueño, extraño que no pueda recordar nada más de ese día. Me dio lástima el destino que corrió el Negro, nunca fue un tipo mal intencionado, solo enfermo. Había descubierto muy joven su ludopatía, lo sabía por aquellas nauseas que lo acompañaban todo el día los años de liceo, lo sabía por el sabor del triunfo cuando rechinaba esa cascada de metales. Difícil era negar su talento, creía ser capaz de detectar la receta exacta en su triunfo, para él no había azar. Sentía el calor de la maquina, un pequeño temblor en los costados del compartimiento, un aviso que lo llamaba a jalar la palanca en aquel momento exacto, y la maquina vomitaba una y otra vez sus metálicos antídotos.
En el largo recorrido recordé las elocuentes ideas del Negro acerca de su oficio, parafraseando al renombrado estadístico César Vivanco, decía “mi trabajo consiste en domesticar el azar, en encontrar las regularidades ocultas en esas infinitas posibilidades”. Pero la acuosidad de sus lecturas sobre estadística multivariada jamás le precavió acerca de los riesgos de fiarse en los números, de la posibilidad certera de que el azar le jugase una mala pasada.
Al llegar aquel martes al almacén de la esquina de mi pasaje me encontré con lo que intentaba evitar: Una máquina tragamonedas, aquel vampiro que se extendía como cáncer hasta por los lugares más recónditos de la ciudad. Ahora estaba finalmente ahí, a tres pasos de mi casa. El vuelto de las cuatro marraquetas me devolvió justo una moneda; pensando siempre en los consejos del Negro decidí darle una oportunidad a mi suerte. Jalando de la palanca me lo imaginé a mi lado, me susurraba al oído “busca el orden dentro de aquel desorden, traza un sendero dentro de toda esa irregularidad”, una enorme excitación se apoderó de mí justo antes de ver como la máquina se tragaba la moneda por apenas una milésima de imprecisión.
Mientras llegaba a mi casa creí entender que quizás esa era la razón de mi odio al Negro, su pasión por aquello que sólo él entendía. Odiaba ese fervor que nos alejaba más y más del mundo. Aquella noche volví a soñar con la última vez en que lo vi. Cuando entró a la casa con ese maletín ya sabía lo que tenía pensado hacer. ¿Por qué lo sabía? ¿Por qué no hice nada para evitarlo? La mañana siguiente de aquella última semana de octubre los golpes desde la buhardilla fueron más fuertes, pensé en la posibilidad seria de comprar veneno de ratones. En el baño descubrí que luego tendría que comprar más crema, más colonia y más pastilla, era necesario, aunque nunca entendí muy bien por qué. El día fue más largo, más monótono, más lento, pero mientras más horas pasaban, más crecía en mí una ansiedad. Sólo faltaba una hora, y mientras atendía a la clientela, mi mano sudada acariciaba lentamente las monedas de mi bolsillo derecho. Alcancé a tomar la micro apenas dos minutos después de la hora de salida. Llegué al almacén en un record de 25 minutos. Cuando inserté la primera moneda caí en un profundo estado de concentración, mientras más monedas insertaba, más creía entender a aquel personaje que abandonó mi vida. Perdía más y más monedas tratando de ejecutar alguno de los sabios consejos del Negro acerca de la aleatoriedad. Cuando ya había agotado todas mis monedas comprendí que mi destreza simplemente no era la de un jugador.
Aquella noche volví a soñar con la última visita del Negro; me llegaban nuevos fragmentos, todo ocurrió en mi casa, entró a mi baño, no salió más.
Los días que siguieron sufrí un contradictorio efecto de felicidad, me levantaba de golpe con los ruidos, en mi baño ya no quedaban colonias ni cremas ni pastillas, me había dejado de interesar todo eso. Mi mañana estaba en función de llegar antes para salir antes. Llegaba al almacén de mi casa cada vez más temprano y con los bolsillos cada vez más pesados. Con cada moneda me sentía un poco más cerca del Negro, un poco más redimido por lo que pasó con él, ¿qué fue lo que pasó con él?
El último fragmento me llegó un martes de la segunda semana de noviembre. Recordé aquella visita, aquellas pastillas en el baño, yo lo había obligado a ingerirlas, yo lo había matado. Cuando estaba en la cúspide de mi reveladora pesadilla, los golpes desde la buhardilla me devolvieron bruscamente a la realidad. Tendido en mi colchón, absorto de espanto, comencé a escuchar más y más intensos los golpes del techo. La posibilidad de los ratones se mantenía firme en mi cabeza, y posiblemente los golpes no habrían alterado aún más mi estado si tras su lúgubre eco no hubiese percibido un leve suspiro. Parecía el suspiro de un viejo al que le cuesta respirar. Caminé despacio hacia el comedor y levanté la escalera de mano, pude recordar el mismo recorrido de hace tres años, cuando levantaba aquella pesada escalera. Abrí la compuerta para la buhardilla de un fuerte empujón. La ampolleta cedió una tenue luz igual que tres años atrás. Me abrí paso entre los cachureos y las cajas cenicientas con la mente puesta en no perder la pista de aquel susurro. Entonces la vi. Ahí estaba aquella maleta negra, semi-abierta ante mí sobre el viejo armario. Al acercarme, se asomaban algunos billetes dispersos del millón restante. Mi reflejo en el espejo del armario me esbozaba aquella única sonrisa, ya era hora de volver al casino.