Tu mano en la oscuridad
Léeme Amanda, escúchame. Porque el final puede estar cerca; para mi o para otros, y hay cosas, palabras, que tengo que decir antes de que todo se acabe. Yo que he experimentado la más mísera profundidad humana, que he llegado a los límites más hondos y espantosos del desamparo, te puedo afirmar que todos quienes se quejan a tu alrededor no tienen idea de los padecimientos a los que puede ser sometido un animal de nuestra especie. Pero la determinación, los ideales, son inquebrantables. Por eso te pido que me escuches, que me entiendas. Me ha costado mucho tiempo llegar a la determinación de que era menester relatarte mi historia. Primero me acosó un terrible miedo a revivir, en imágenes esporádicas, mi terrible experiencia. Pero la verdadera dificultad vendría a ser la estructura o forma que un relato de esta naturaleza pueda tomar, ya que no tiene un principio claro, los dolores se confunden con las imágenes y los sueños, cuesta dar un orden coherente a tantas emociones. Sin embargo, he logrado articular mi experiencia y dejarte un testimonio. Contarte a ti, como me salvé gracias al amor que alguna vez me ofreciste.
Siempre que un hombre es apresado por temas políticos en un régimen autoritario comienza temiendo una mortificación física, es casi una reacción natural, innata al ser humano y a los animales que en general que se ven sometidos a situaciones de peligro. Por eso en el interrogatorio todos mis músculos se tensaron y un miedo indescriptible me abordó por completo cuando les negaba sus solicitudes. El teniente mayor me miró con un odio tal que creí que nunca saldría vivo, y estaba realmente preparado para todo; si, para todo, menos para aquello. Fueron dos milicos de mediana estatura, pero anchos de cuerpo, quienes me levantaron y me llevaron al subterráneo. El lugar era lúgubre y yo me preparaba mentalmente para resistir los duros padecimientos a los cuales, me imaginaba, sería sometido.
Las circunstancias que me habían llevado ahí no estaban entre mis planes, pero era consciente del riesgo que tomaba. No me sometería a la felonía de mis ideales sin soportar primero los martirios de la picana fascista. Me condujeron a través de estancias que parecían más calabozos que salas de tortura. Luego, fue un largo pasadizo oscuro y húmedo sin habitaciones a los lados, por lo cual comencé a descartar que me condujesen a una prisión subterránea. Todo estaba construido de cemento. Una pura linterna nos alumbraba el camino entre pozas enlodadas. Recuerdo que una idea acorraló mis sentidos en aquel momento, pude ver una imagen aparecer junto con la bocanada espesa de ese aire putrefacto, creí me iban a fusilar, y es que la situación no se me pudo presentar más nítida. Pensé tirarme al suelo, rogar por mi vida, de hecho estuve a punto de hacerlo, decidí que si esa era su intención, moriría dignamente y sin haberme visto sometido a los ultrajes y humillaciones de mí fracaso guerrillero.
Caminé con la imagen certera de mi muerte hasta el final del pasillo. Entonces, para mi absoluta sorpresa, me vi frente a una puerta de madera certeramente asegurada por tres candados de acero, vi que el militar de mi izquierda sacaba un puñal de llaves que comenzaba luego a insertar en las gruesas cerraduras, escuché abrirse el pórtico con un intenso escalofrío. Fueron no más de quince segundos en que la gama más variada de pensamientos cruzó por mi mente, me imaginé todo tipo de artefactos, una silla eléctrica, una sala de torturas, una jauría de perros amaestrados, llegué a imaginarme todo los tipos de violaciones que mi mente pudiese recordar de aquellos días. De hecho estoy seguro que nada de eso habría sido tan terrible si solo mi mente hubiese conocido previamente aquel destino, pero el miedo es más profundo que nunca cuando a dos pasos te enfrentas a lo desconocido.
La puerta se abrió suavemente frente a mis narices, llegué a oler la brisa de madera húmeda y fierro oxidado. Al entrar, mis ojos pudieron ver sólo aquello que la linterna alcanzó a alumbrar, al frente de mi cuerpo alcancé a dilucidar un colchón roñoso tirado en el suelo.
, me dijo uno de los milicos y un brazo me empujó al suelo enlodado, sentí la puerta cerrarse tras de mí, los candados se cerraron, los pasos se alejaron y yo quedaba tirado en el tenebroso silencio de esa oscura soledad.
El colchón estaba húmedo, fue mi primera sensación. Después de esperar un minuto en la misma posición sin hacer el menor ruido, esperando que algo se moviera, esperando sentir una respiración, un olor, o cualquier cosa que me hiciese notar que no estaba sólo, decidí moverme y comprobar la situación por mi mismo. Primero caminé recto hacia la puerta, el único camino que mi mente recordaba. Una vez ahí, extendí mis brazos y mis dedos tocaron la madera. Me comencé a deslizar ligeramente hacia la izquierda sintiendo la áspera textura del cemento, no alcancé a dar tres pasos cuando sentí el rincón perpendicular de mi izquierda. Hice repetidamente aquel procedimiento hasta completar las cuatro esquinas de mi cuarto. Era un calabozo bastante pequeño, de unos seis metros de ancho y cinco de largo. Recuerdo que mi primera sensación fue de un alivio inconmensurable. Estaba absolutamente solo en aquel espacio. Ya con esa maldición aliviada, mi cuerpo solo respondió a dejarse caer al colchón maloliente en un estado de inconsciencia.
El tiempo ha erosionado, sin duda, mucho los recuerdos de esos días, pero evoco perfectamente el ruido gutural que me despertó bruscamente luego de largas horas de aturdimiento. Estaba tendido de espaldas y una pequeña brisa cruzó por mi mejilla, luego unos ruidos ásperos para los cuales la descripción de mis palabras difícilmente podrá igualar en repugnancia y ascosidad tensaron mi cuerpo.
Tendido de espaldas me percaté de que, si bien mi recorrido había sido preciso y certero en cuanto a los límites laterales de mi prisión, aún no había podido determinar la altura de mi calabozo. Mi imaginación llegó rápidamente a visualizar alguna cosa, una serpiente, un demonio, un artefacto observándome silenciosamente desde el techo y bajando lentamente hacia mí. Llegué a darme cuenta de lo estúpido que había sido al concebir mi celda como esas cuatro paredes sin siquiera haber verificado algún orificio ventilador de aire, ya que por muy aberrante que pueda llegar a ser un calabozo, estos aún así fueron hechos con el objetivo de mantener vivo al prisionero y que no muriese por asfixia a las pocas horas. Todos estos pensamientos pasaban por mi mente cuando comencé nuevamente a oír el sonido gutural que me llenaba de nerviosismo. Entonces hice lo que debí haber hecho en un primer momento, extendí mis brazos de forma vertical intentando alcanzar algo con la yema de mis dedos. Al sentir un aire frío me incliné hasta llegar a la punta de mis pies, aún no sentía nada, entonces di un pequeño salto y la palma de mis manos se enfrentaron de lleno con el cemento frío. En ese instante llegué a la conclusión más lógica y a la vez más repugnante del origen de los ruidos: eran ratas. Con un asco absoluto intenté descubrir el origen de la brisa de aire, y comencé a dar pequeños brincos dando palmetazos al techo y a la parte superior de las paredes, mis manos comenzaron a romper enormes telarañas al dar con las esquinas superiores. Recuerdo que la angustia ya se comenzaba a apoderar lentamente de mis sentidos. Al cabo de un rato llegué a ella, con un certero palmetazo, en la parte media de una pared lateral, di de lleno en un orificio que hundió mi brazo hasta la altura del codo y chocó con una materia peluda y mojada. Un chirrido espantoso me hizo apartar rápidamente mi mano de aquel sitio y tratar de controlar aquel asco que me quitó la respiración. Después de un rato volví a examinar la apertura y, con un cuidado solemne de no tocar nuevamente a aquel demonio, me percaté de la forma rectangular de la abertura, tenía aproximadamente un cuarto de metro de largo y 20 centímetros de alto. Ya no me cabía duda de que era esa la entrada de mis visitantes, pero al encontrarme desposeído de todo material, me era imposible la fabricación de una rejilla y me vería obligado a acatar sus visitas. Con esto ya terminaba de descubrir por completo mi féretro, y no me quedaba más que terminar de calcular las medidas e inspeccionar los suelos en busca de algún artefacto perdido.
Recuerdo que de todos los padecimientos que me empezaron a roer, el primero, antes que el hambre, que la sed, antes que los cigarrillos, el encierro y el asco, fue la necesidad de ver. Sumido en la oscuridad más absoluta lo único que mi mente buscaba de rodillas en el suelo era un fósforo perdido o una linterna, algo que me dijera que lo que vivía era real y no un estado de demencia. La oscuridad era absoluta, irresistiblemente absoluta, sentía el pasar de las ratas y yo no podía ni siquiera asegurarme distancia. Frente a esto lo único que me quedó fue apartar el colchón lo más posible del orificio de ventilación e intentar dormir y desaparecer aunque fuera un instante de tanta miseria.
No sé cuantas horas o quizás días habrán pasado hasta que comencé a escuchar lejanamente unos pasos. Mis sentidos despertaron raudamente del sopor al que estaban sometidos y deseé tantas cosas en sólo unos segundos, creí que mi calvario había llegado a su final, que la democracia había regresado y me venían a buscar, o que se habían decidido y finalmente me fusilarían. Sí, porque hasta la muerte era una buena noticia en ese entonces. Escuché como se detenían al frente de la puerta y mi corazón comenzó a latir con rapidez. Para mi desdicha, en vez de escuchar el rechine de los candados separándose, se oyó un ruido de metal, como tambor de lata. Los pasos se alejaban nuevamente, y mi soledad volvía a ser dominante. Al acercarme a la puerta mis pies se hundieron en una materia viscosa, al agacharme descubrí una bandeja con un jarro de agua y una olla con una materia gelatinosa. Sin darme cuenta, a los pies de la puerta había estado siempre una entrada de perro para depositar bandejas de comida. En ese instante, comencé a escuchar una multitud de jadeos revueltos a mis espaldas, y me percaté con horror que si mi intención era mantenerme con vida, mi deber era llevarme rápidamente aquella porquería a la boca y tragar sin pensar en su textura.
Es increíble saber el dominio que tiene el instinto sobre el ser humano en situaciones tan extremas como la mía, la gente común se cree absolutamente racional, el racionalismo pareciera dominar todas las esferas de la vida social, pero en otras situaciones no somos más que animales hambrientos. Como yo, que me había transformado en una rata más en aquella sombría estancia. Aparté con gritos y manotazos a mis compañeras de cuarto, y me puse a masticar como un perro, o como un cerdo que come desesperado alguna sustancia cualquiera. Comí hasta el punto de lamer la olla. Pero el agua comencé a racionarla, trayéndola conmigo todo el tiempo, lejos de mis hambrientas compañeras.
La falta de cigarro y mas que nada la falta de luz y libertad, crearon en mí un estado de obsesión compulsiva constante, mis manos tiritaban en todo momento, mi cabeza producía cada ciertos segundos un movimiento involuntario y mi boca sangraba constantemente por el violento rechine de mis dientes. Comencé a perder la noción del tiempo, los lapsos de mi encierro se dividían en las viejas y nuevas bandejas de porquería y agua. Con las ratas comenzamos a desarrollar una relación simbiótica, ellas me dejaban comer tranquilamente una vez cambiada la bandeja, y yo a cambio les depositaba al rato tres o cuatro enormes embuchados de estiércol que se devoraban gustosas y me alejaban por lo menos del espanto de verme durmiendo en mi propia bosta. Mi mente en cambio tenía un rumbo paralelo, recuerdo haber pasado una primera etapa de frustración y rabia, pasaba largos ratos caminando y maldiciendo mi destino, maldiciendo a mi país y sus militares. Luego fuiste tú, Amanda, tú llegaste lentamente sin que yo lo notara. Al principio todavía el mundo estaba demasiado cercano como para poder verte de forma clara a través de las aguas del recuerdo.
Luego de saberme agotado de tanta rabia, comencé a caer en una terrible depresión, llegué sin duda al límite mas mortal al que una depresión puede llevar a un ser humano, mi corazón estaba a un paso de dejar de latir, llevado hasta ese umbral únicamente por la desgana y la soledad. Mi tiempo me lo pasaba mayormente durmiendo, ya que al ser esta la forma más eficaz de dejar pasar el tiempo y escapar momentáneamente a mi destino, llevaba esta capacidad humana hasta el máximo de sus posibilidades. Llegué al límite de moverme únicamente para comer y defecar. Llegó a ser tanto el tiempo que me mantenía acostado que llegó un momento en que nunca llegaba a estar completamente dormido, sino que me mantenía en un estado de sopor constante. En este estado, primero retrocedía a viejos momentos de mi vida, matando el tiempo con nostalgias y recuerdos, pero de pronto todo se desvanecía y mi mente se mantenía por ratos bastante largos en un estado de letargo absoluto, eliminando todo pensamiento.
Tenía momentos de lucidez, claro que los tenía, pero en ese momento era cuando más de cerca podía apreciar mi desgracia, por eso elegía el estado de letargo o de locura para dejar pasar las horas. Sin embargo, cuando alguien que ha vivido una vida tan activa como yo, con una avidez desde niño por cualquier riesgo y aventuras, fue natural el desarrollo de nuevas facultades. A falta de visión comencé a distinguir todo tipo de olores que habitaban junto a mí. Tuve tantas horas para hacerlo que llegué a dividir los aromas de mi celda en cinco categorías principales: Ratas, tierra, cemento, mi colchón y pequeñas larvas, arácnidos e insectos que cohabitaban con nosotros en el encierro. Todos estos los llegaba a dividir en sub-categorías dependiendo de su grado de humedad y suciedad. Llegué a ubicar en mi mente, valiéndome sólo de mi nueva capacidad olfativa y de mi también desarrolladísima audición, la posición de todas las ratas que paseaban por mi celda, pudiendo determinar su tamaño, su textura e incluso aunque no lo creas, su edad. Es justamente gracias a esta nueva virtud, capaz de desarrollarse únicamente en un ambiente así de adverso, que puedo estar contándote esta historia. Aunque fue también gracias a tu recuerdo. Porque cuando mi mente viajaba por raros lugares, siempre aparecías, Amanda, me traías tu perfume imaginado. Cuando el ritmo de la vida se detiene y te das el tiempo para viajar por hermosos recuerdos, te das cuenta de lo mucho que has dejado ir. Yo me di cuenta, siempre estuve enamorado, un sentimiento que emergió desde las capas más profundas. Te había dejado de lado por otra actividad, la misma que me tenía encerrado en aquel calabozo.
Fue un amanecer de Octubre helado, el vapor lunar subía por las calles, la ciudad estaba triste, las calles desoladas. Ambos nos encontramos en el mismo paradero, esperando el mismo bus. Tenías las mejillas partidas por las lágrimas de nuestra derrota. No me mirabas a los ojos, pero sabías que estaba ahí, observándote a tu lado.
Antes de eso, el día anterior, la esperanza era joven, el aire de Santiago parecía limpio, todos soñaban una realidad distinta. Ese 12 de Septiembre era distinto se dibujaba un nuevo rumbo para Chile. Confiaba hasta el último momento en que todo se resolvería y que podría dejar mi momentánea clandestinidad. Hace algunas tardes te había visto entre cervezas y abrazos, entre la multitud que cantaba libertad junto a Victor con la ilusión de un país mejor que inundaría de abrazos las peñas universitarias. Ahora tus gestos eran tristes como el alba de ese 12. El cigarro en tu boca no resaltaba, como antes, tu perfil soñador. Mi rostro atravesó el humo que desprendiste de tus labios y sequé con mis manos el agua que caía por tus pómulos.
Paramos al mismo tiempo el bus, yo te seguí hasta el final del pasillo. Ahí me tomaste las manos. Yo sé cuál hubieses querido que fuese nuestra historia, me lo dijiste en aquel micro-bus. Que nos fuésemos lejos, lejos de esta guerra interna que nos tiene aniquilados. Viviríamos cerca de un río, en algún país amigo, tú con tus novelas, yo con mi taller, quizás hijos, quizás amigos. Era tu historia, aquella que no acepté. Aquella que rechacé enfurecido llamándote una egoísta. Te dije que yo no aceptaría una derrota, que no cesaría la lucha. Tu paradero había sido anunciado, anunciando a la vez nuestra despedida. Tú te paraste sin mirarme, yo sentado a tu lado no podía comprender tu determinación al autoexilio. Te quise sostener la mano, tú te diste cuenta. Entonces me miraste con ojos brillantes y te largaste a llorar frente a mí, me pediste por última vez que me fuera, que nos alejáramos de tanto odio y desgracias, que nos diéramos una oportunidad de vivir una vida feliz juntos. Yo sin mirarte a los ojos te dije que también lo sentía.
En mi calabozo me sostuve de esa imagen, tu imagen, Amanda, dulce ardor de mi juventud.
Quise en esa oscuridad seguirte hasta donde te estuviese llevando tu rumbo, retroceder el tiempo y bajarme contigo de ese bus, me arrullaba en los rincones, me imaginaba tu cuerpo vivo en las paredes. Pero todo parecía todo perdido.
Una tarde (o una mañana, no había diferencia para mí) un pequeño y accidental hecho cambió drásticamente mi destino. Los acontecimientos que siguen intentaré describirlos con la máxima prolijidad a continuación. Entre el sopor y la inconsciencia debo haberme desmayado más de la cuenta y el tiempo transcurrió sin que yo notara su paso. Me mantenía en un ya largo estado de aturdimiento hasta que un grito estrepitoso de mi custodio me despabiló súbitamente. Apelando a mis nuevos sentidos auditivos logré descifrar la escena con exactitud. En mi inconsciencia había dejado de tomar el agua y la sémola que me habían dejado hace algún tiempo. En esa ausencia un grupo de ratas parece haber ocupado mi lugar acechando la comida y echándose en la bandeja. El militar que se ocupaba de recoger aquellos recipientes no sólo se encontró con un desparramo asqueroso, sino además con una rata sumergida en el platillo de la porquería. Al ver aquel demonio con patas, dejó caer espantado la bandeja junto con la linterna que se estrelló con un último relámpago de luz en el suelo. El guardia desesperado por la oscuridad en la cual se vio súbitamente expuesto se agachó desesperado a buscar a través del tacto su artefacto descompuesto. Pudo aquel incidente no haber pasado a más que una anécdota poco placentera para el guardia, pude haberme quedado acostado en ese estado de sopor en el que me tenía envuelto la soledad todos esos días. Sin embargo me llegó nuevamente esa imagen, Amanda, me miraste con dulzura, fue una escena hermosa de tu juventud, me dijiste que era un hombre bueno, y me tendiste nuevamente la mano proponiéndome una huida. Esta vez te la estreché de vuelta, me convencí de que todavía teníamos una oportunidad en este mundo. Y me propuse no dejarte escapar otra vez, lograría salir vivo para ir a buscarte.
Me desplacé de mi lecho en el más absoluto silencio, ni siquiera yo escuchaba mis pasos. Mi concentración había llegado a un nivel en el cual podía escuchar cada uno de los movimientos de mi carcelero. Me acerqué a gatas hacia la pequeña compuerta de lata a los pies del portón de madera. Sólo en el silencio absoluto se habría escuchado cuando levantaba lentamente la rejilla, pero el guardia desesperado por los suelos al otro lado de la puerta me encubría con su jadeo. Esperé absolutamente ciego que mis instintos me avisarán el momento exacto para acometer contra mi custodio. Mis dos puños se asomaron por la reja, estuvieron arriba, a los lados, rodeando la cabeza del militar por un tiempo indeterminado, pero él nunca lo supo, sólo lo sintió cuando mis manos destrozadas ya rodeaban su cuello y mis dedos se penetraban en su carne, un tirón con la fuerza de la rabia acumulada de toda una vida insertaban su cabeza en el orificio de la reja y presionaban luego su cuello contra los bordes de madera. Treinta segundos después, mi victima yacía sin vida con su cabeza inerte colgando en mi celda.
Una excitación como nunca la creí posible se apoderó por completo de mí, dándome una fuerza y energía inusitada. Manipulé desde el espacio de la rejilla el cuerpo de mi vigilante hasta encontrar las llaves en uno de sus bolsillos y un cuchillo de quince centímetros que colgaba de su cinturón. Nada menos de lo que necesitaba. Sabía que si quería salir de ahí debía actuar con rapidez, la ausencia de mi víctima no se dejaría obviar por mucho rato. Comencé a darle pequeños golpes a la puerta de madera para calcular el lugar exacto donde abrir un orificio. Tomé el cuchillo y procedí a clavarlo repetidas veces en ese punto hasta lograr abrir un hueco suficientemente ancho para que pasara mi brazo hasta la altura del codo. Tomé entonces las llaves y comencé a abrir con parsimonia uno por uno los tres candados que me mantenían aún cautivo.
Al abrir la puerta me embargó momentánea una sensación de libertad de no más de tres segundos, me di cuenta de que aún me encontraba en el subterráneo de un recinto militar. La siguiente sucesión de actos no fueron en ningún caso un milagro o producto de una inspiración espontánea, sino mas bien el fruto de muchos años de actividad guerrillera que me había puesto en situaciones, hipotéticas bastante parecidas en cuanto al deber proceder en situaciones de este tipo.
Tomé entonces el cuerpo de mi víctima y la desvestí, luego la arrojé desnuda a mi antiguo calabozo y cerré nuevamente los tres candados. Procedí rápidamente a vestirme desde las botas hasta el gorro del uniforme fascista. Con el cuchillo recorté rápidamente mi barba crecida y con lo que quedaba de agua intenté borrarme todo lo que pude las manchas de inmundicia en mi rostro. Del cinturón también colgaba un revólver, procuré mantenerlo al alcance de mi mano y emprendí camino hacia la salida. Recorrí el largo y oscuro pasadizo en absoluta oscuridad, luego subí las escaleras silencioso. La luz me golpeó como un garrote de acero en pleno rostro. Avancé disimulando mi ceguera temporal a través de los pasillos con la cabeza siempre hacia abajo. No sé si alguien sospechó, si alguien siquiera me miró, sólo avanzaba con mi mente clara en mi objetivo. Salí por la puerta principal de aquella casona militar, caminé hasta la esquina con el corazón golpeándome el pecho con cada paso que me alejaba de aquellos dominios. En la esquina paré el micro-bus. El chofer me miró con respeto, la gente de los asientos me observó con temor, yo caminé hasta el final del pasillo y me instalé al lado de unos niños que, con pistolas de plástico, jugaban a matarse.
A pesar de que la inteligencia militar me buscó con ira y ansias de venganza, nunca sabrán cuál fue mi paradero aquella tarde. Yo quería dejar testimonio de que sigo vivo y que fue una imagen, tu imagen Amanda, la que me sacó de ese lugar. Ahora me encuentro en otro paradero, pero no muy lejos de todo esto que acabo de relatar.
Me verás aparecer en otra parte, yendo hacia tu lado, entre recuerdos y nostalgias saltaré fuera de ese avión. Entre la multitud te reconoceré como antes, igual de hermosa, el cabello más largo. Quizás las palabras no surgirán, sabremos desde ese momento que tenemos una vida entera para ponernos al día. Me ofrecerás tus manos, ésta vez las estreché sintiendo el calor real de nuestros cuerpos. Tus manos, las que vi tantas veces, las que levantaron mi vida. Las estrecharé. Pero no todavía, será cuando llegue ese momento, cuando caiga el tirano. Por ahora mi lugar está acá, en el campo de batalla, peleando por mi pueblo.