El fuego de sus ojos
De aquel hombre apenas existe una foto, una brumosa tarde en sepia, un gélido rostro lejano, un hombre viejo y una niña, unos ojos intactos de desolada juventud. Era sólo una foto, pero se encontraba en ella un miedo, una resonancia de aquellos fatídicos años, de aquellas sombras ocultas en los rincones de la memoria.
La foto se conservaba entre el polvo acartonado y los pliegues del papel. Sin duda no era muy buena, revelaba apenas una pequeña pieza de verdad en aquel tosco rostro masculino, tan solo ecos del demonio enjaulado, del trastorno en sus ojos rojizos, capturados a medias por el flash de ese último abrazo. La foto no era de buena nitidez, pero era el único recuerdo que encontró de él. Sintió inmediatamente algo de ese veneno que agotó su niñez, de esas palizas que destrozaron su orgullo.
La mujer se encontraba sola frente a la imagen en la vieja bodega, había decidido regresar a esa casa después de tantos años, tratar de encontrar algo que la apartase de tantas pesadillas. Todas las cosas estaban guardadas en esa bodega, y ahí, olvidada entre las cajas de madera, se encontró aquel viejo cartón enmarcado, desenterrado desde las profundidades de un cajón.
Sentada ahí frente a la fotografía, buscaba encontrar algo de aquel hombre, algo de esa mirada que entumía su cuerpo. La foto no mostraba una sonrisa, ni siquiera una mirada tranquila, solo saltaba a la vista una niña con un rostro correcto y un hombre que la sostenía cariñosamente sentada en su pierna. Pero si se observaba bien aquel rostro sereno, aquellas tonalidades de inexpresiva cara de púber, se podía notar el espeso maquillaje, ese que camuflaba las lagunas negras en su rostro, el pliegue de tristeza bajo el arco de sus ojos, el rush sobrecargado en su boca pequeña, ocultando la grieta sangrienta de su labio carmesí.
Era sólo una imagen poco nítida, pero la bruma del desenfoque dejaba ver un leve movimiento en la mano del hombre, no era mucho, solo una leve caricia entre su panza y sus pechos. La bruma se hacía menos espesa y la niña no se atrevía a mover un dedo, ni siquiera a respirar muy fuerte, la mano del hombre era demasiado pesada, pero ¿a que le temía más?, eso no lo sabía, si era acaso a aquellas manos gruesas y peludas, o a aquel fierro ardiente que se alzaba entre sus piernas.
Aquella tarde había sido intranquila, al llegar de la escuela él la había sorprendido con un niño, abrazados en la esquina de la calle, con sus dedos entrecruzados, con un primer y un último beso. Llegaba con un rostro de felicidad, apenas una pequeña sonrisa, una mueca a la que su rostro no estaba acostumbrado, llegaba a sentir cosquillas en la guata al realizarlo. Sin duda fue un mal momento para que él llegase más temprano, y entonces la vio, oculto tras las cortinas de la ventana, pálido de rabia con su puño cerrado. La esperó paciente en la puerta de la casa. La niña quedó congelada al momento de verle, no entendía que hacía ahí tan temprano, ¿y si lo había visto con su compañero?, ¿y si había descubierto su amor furtivo?
El hombre la miro con el terrible fuego de sus ojos, solo hizo una pregunta,
-¿desde cuando que estas transformada en una puta?, la niña cerró los ojos y esperó ese golpe de hielo que le dobló su rostro, no derramó ninguna lágrima, solo olvidó para siempre esa sonrisa que la había acompañado hasta su casa, olvidó para siempre que en ese día un gustoso cosquilleo la había amparado en ese paseo fugitivo, solo trató de borrarse de su cuerpo. Él hizo lo de costumbre, la cogió del cuello y se la llevó a tirones al dormitorio, la humilló, le dijo que era una perra, una cochina, la desvistió y arrojó en su joven cuerpo toda la rabiosa fuerza que escupía su cinturón.
Su pequeña espalda ya no se ponía negra como antes, tan sólo recibía tonalidades de rosado y púrpura, colores que la acompañarían algunos días junto a la humillación y el espanto. Sus tardes estaban siempre preparadas para recibir aquellos azotes: si llegaba media hora tarde; dos azotes, la comida no estaba bien caliente: tres azotes; le respondía fuerte o lo desafiaba: siete azotes; sin embargo esto era nuevo, aquel hombre nunca la había visto con un niño. No podía saber hasta donde podía llegar esta vez, ni hasta donde la segunda parte. Esa segunda que siempre llegaba, al principio una paliza, después la terrible penetración. La niña podía sentir en cada latigazo aquella materia que se endurecía cada vez más entre las piernas de su verdugo. Era la regla del uno-dos, primero una paliza después el grueso mástil penetrando su entrepierna. Sabía que era lo peor, sin duda lo sabía, por eso siempre soportaba con dolor y calma, la calma que necesitará para no perecer de miedo en lo que después se venía.
Su mirada estaba a punto de perderse, su conciencia se habría desvanecido, pero unas gotas en su rostro la volvieron a la vida
- ¡Aaaaahhhhhr!- El grito espantoso del hombre puso fin a ese calvario,-!! una maldita gotera!!
La mujer derrumbaba su pena en esa fotografía, se tocó la espalda, luego la entrepierna, estaba completamente entumida con la desolación de aquella imagen. Quiso estirar la mano y llevarse a la niña, apartarla de ese lugar, pero lo único que lograba era espantar un poco las brumosas nubes que confundían la imagen.
La niña ya estaba preparada para lo que se venía, lamentaba no haber perdido la conciencia en algún temblor de esos azotes. Pero aquello no ocurrió, el padre se puso de vuelta el cinturón y se secó el sudor con un pañuelo. Sus labios hablaron con algo de amabilidad fingida.
– He llegado antes porque te tenía una sorpresa, y tu me pagas de esa forma pequeña zorra, me había conseguido una cámara, lo que tu tanto querías, quiero que nos saquemos una foto, ahora mismo, así que quiero que te maquilles, y que te maquilles bien, lo suficiente como para salir intacta y alegre.
La niña no sintió ni pena ni alegría, sólo obedeció cual perro amaestrado y fue a ocultar las manchas de violencia que se pintaban en su rostro.
La foto no reveló ni un pedazo de sus vidas, tan solo un eco enmarcado de lo que en esa casa sucedía. La poca nitidez de la fotografía encerraba un misterio inacabado. Los brazos del padre ya estaban en sus pechos de niña, la falda subía, los ojos se empañaban, la segunda parte estaba comenzando, el flash de la cámara automática ya no podía revelar el rumbo de esas manos, el hombre estaba nuevamente solo para acometer con violencia su sexo en esa niña.
Sin embargo algo ocurría en el corazón de la chica, un momento importante parecía haber llegado, el momento quizás de romper una cadena.
Las lagrimas de la mujer caían en la foto, distorsionando sutilmente los elementos de la imagen, el rostro de la niña cambiaba de expresión, sentía otras gotas en su rostro, sentía la pena de alguien que la quería, que lloraba con ella, de alguien que la amaba, de alguien que entre el los brazos peludos de su victimario le quería decir algo. Fue una pequeña ráfaga de viento y el mensaje llegó. Llegó entre los polvos de los suelos y las maderas enmohecidas, llegó esquivando los pliegues de las paredes y el hálito caliente que chocaba con su cuello, apenas un susurro, apenas una insinuación, pero suficiente para que ella entendiera que debía liberarse de aquellos brazos para siempre. Y entonces fue un codazo repentino en los testículos del hombre para liberarse de sus brazos y salir corriendo hacia la puerta delantera. Alcanzó a escuchar los últimos insultos y amenazas de la bestia malherida que se revolcaba de dolor en el suelo. Salió sin nada, apenas con lo que llevaba puesto, pero eso era todo lo que hacía falta, solo un vestido y un maquillaje para salir a buscar un lugar mejor en este mundo.
La mujer tiró la fotografía, se levantó súbitamente y bajó corriendo las escaleras, atravesó la sala del comedor y salió por la puerta delantera de la casa, las lagrimas se corrieron de su rostro y entonces comenzó a correr. Corrió tal como había corrido aquel día, corrió solo como los niños pueden hacerlo, como el viento. Corrió buscando lo que más anhelaba aquella niña, llegar a alguna parte, a algún lugar, cruzar el umbral que separaba su horror de la alegría. Sintió que sus pies ya no tocaban el suelo, solo lo rozaba por la punta de sus zapatos, luego que se elevaba, y sus zancadas apenas se topaban con el suelo. Corrió por el sendero viejo del pueblo, esperando llegar corriendo a abrazarse con la niña entumecida, decirle que ha llegado a algún lugar, que ella la protegerá. Corrió hasta sentir en la boca el sabor de la sangre, hasta sentir en su espalda los pinchazos del cuero, hasta sentir en su rostro los ojos hinchados. Corrió esperando por siempre ese umbral, esa frontera, ese pasaje que la llevara a otro lugar.
La niña corrió sin pensar en lo que venía después, cuando tuviera que parar de cansancio, cuando el palpitar de sus sienes se haga demasiado intenso, cuando el dolor del costado izquierdo de su guata amenazara con explotar. Corrió sin pensar que la frontera que soñaba quizás nunca apareciera y que entonces sus pies descenderían a la tierra, y que comenzarían entonces el doloroso camino de retorno, el camino hacia el único lugar que existía para ella en este mundo.
La foto se conservaba entre el polvo acartonado y los pliegues del papel. Sin duda no era muy buena, revelaba apenas una pequeña pieza de verdad en aquel tosco rostro masculino, tan solo ecos del demonio enjaulado, del trastorno en sus ojos rojizos, capturados a medias por el flash de ese último abrazo. La foto no era de buena nitidez, pero era el único recuerdo que encontró de él. Sintió inmediatamente algo de ese veneno que agotó su niñez, de esas palizas que destrozaron su orgullo.
La mujer se encontraba sola frente a la imagen en la vieja bodega, había decidido regresar a esa casa después de tantos años, tratar de encontrar algo que la apartase de tantas pesadillas. Todas las cosas estaban guardadas en esa bodega, y ahí, olvidada entre las cajas de madera, se encontró aquel viejo cartón enmarcado, desenterrado desde las profundidades de un cajón.
Sentada ahí frente a la fotografía, buscaba encontrar algo de aquel hombre, algo de esa mirada que entumía su cuerpo. La foto no mostraba una sonrisa, ni siquiera una mirada tranquila, solo saltaba a la vista una niña con un rostro correcto y un hombre que la sostenía cariñosamente sentada en su pierna. Pero si se observaba bien aquel rostro sereno, aquellas tonalidades de inexpresiva cara de púber, se podía notar el espeso maquillaje, ese que camuflaba las lagunas negras en su rostro, el pliegue de tristeza bajo el arco de sus ojos, el rush sobrecargado en su boca pequeña, ocultando la grieta sangrienta de su labio carmesí.
Era sólo una imagen poco nítida, pero la bruma del desenfoque dejaba ver un leve movimiento en la mano del hombre, no era mucho, solo una leve caricia entre su panza y sus pechos. La bruma se hacía menos espesa y la niña no se atrevía a mover un dedo, ni siquiera a respirar muy fuerte, la mano del hombre era demasiado pesada, pero ¿a que le temía más?, eso no lo sabía, si era acaso a aquellas manos gruesas y peludas, o a aquel fierro ardiente que se alzaba entre sus piernas.
Aquella tarde había sido intranquila, al llegar de la escuela él la había sorprendido con un niño, abrazados en la esquina de la calle, con sus dedos entrecruzados, con un primer y un último beso. Llegaba con un rostro de felicidad, apenas una pequeña sonrisa, una mueca a la que su rostro no estaba acostumbrado, llegaba a sentir cosquillas en la guata al realizarlo. Sin duda fue un mal momento para que él llegase más temprano, y entonces la vio, oculto tras las cortinas de la ventana, pálido de rabia con su puño cerrado. La esperó paciente en la puerta de la casa. La niña quedó congelada al momento de verle, no entendía que hacía ahí tan temprano, ¿y si lo había visto con su compañero?, ¿y si había descubierto su amor furtivo?
El hombre la miro con el terrible fuego de sus ojos, solo hizo una pregunta,
-¿desde cuando que estas transformada en una puta?, la niña cerró los ojos y esperó ese golpe de hielo que le dobló su rostro, no derramó ninguna lágrima, solo olvidó para siempre esa sonrisa que la había acompañado hasta su casa, olvidó para siempre que en ese día un gustoso cosquilleo la había amparado en ese paseo fugitivo, solo trató de borrarse de su cuerpo. Él hizo lo de costumbre, la cogió del cuello y se la llevó a tirones al dormitorio, la humilló, le dijo que era una perra, una cochina, la desvistió y arrojó en su joven cuerpo toda la rabiosa fuerza que escupía su cinturón.
Su pequeña espalda ya no se ponía negra como antes, tan sólo recibía tonalidades de rosado y púrpura, colores que la acompañarían algunos días junto a la humillación y el espanto. Sus tardes estaban siempre preparadas para recibir aquellos azotes: si llegaba media hora tarde; dos azotes, la comida no estaba bien caliente: tres azotes; le respondía fuerte o lo desafiaba: siete azotes; sin embargo esto era nuevo, aquel hombre nunca la había visto con un niño. No podía saber hasta donde podía llegar esta vez, ni hasta donde la segunda parte. Esa segunda que siempre llegaba, al principio una paliza, después la terrible penetración. La niña podía sentir en cada latigazo aquella materia que se endurecía cada vez más entre las piernas de su verdugo. Era la regla del uno-dos, primero una paliza después el grueso mástil penetrando su entrepierna. Sabía que era lo peor, sin duda lo sabía, por eso siempre soportaba con dolor y calma, la calma que necesitará para no perecer de miedo en lo que después se venía.
Su mirada estaba a punto de perderse, su conciencia se habría desvanecido, pero unas gotas en su rostro la volvieron a la vida
- ¡Aaaaahhhhhr!- El grito espantoso del hombre puso fin a ese calvario,-!! una maldita gotera!!
La mujer derrumbaba su pena en esa fotografía, se tocó la espalda, luego la entrepierna, estaba completamente entumida con la desolación de aquella imagen. Quiso estirar la mano y llevarse a la niña, apartarla de ese lugar, pero lo único que lograba era espantar un poco las brumosas nubes que confundían la imagen.
La niña ya estaba preparada para lo que se venía, lamentaba no haber perdido la conciencia en algún temblor de esos azotes. Pero aquello no ocurrió, el padre se puso de vuelta el cinturón y se secó el sudor con un pañuelo. Sus labios hablaron con algo de amabilidad fingida.
– He llegado antes porque te tenía una sorpresa, y tu me pagas de esa forma pequeña zorra, me había conseguido una cámara, lo que tu tanto querías, quiero que nos saquemos una foto, ahora mismo, así que quiero que te maquilles, y que te maquilles bien, lo suficiente como para salir intacta y alegre.
La niña no sintió ni pena ni alegría, sólo obedeció cual perro amaestrado y fue a ocultar las manchas de violencia que se pintaban en su rostro.
La foto no reveló ni un pedazo de sus vidas, tan solo un eco enmarcado de lo que en esa casa sucedía. La poca nitidez de la fotografía encerraba un misterio inacabado. Los brazos del padre ya estaban en sus pechos de niña, la falda subía, los ojos se empañaban, la segunda parte estaba comenzando, el flash de la cámara automática ya no podía revelar el rumbo de esas manos, el hombre estaba nuevamente solo para acometer con violencia su sexo en esa niña.
Sin embargo algo ocurría en el corazón de la chica, un momento importante parecía haber llegado, el momento quizás de romper una cadena.
Las lagrimas de la mujer caían en la foto, distorsionando sutilmente los elementos de la imagen, el rostro de la niña cambiaba de expresión, sentía otras gotas en su rostro, sentía la pena de alguien que la quería, que lloraba con ella, de alguien que la amaba, de alguien que entre el los brazos peludos de su victimario le quería decir algo. Fue una pequeña ráfaga de viento y el mensaje llegó. Llegó entre los polvos de los suelos y las maderas enmohecidas, llegó esquivando los pliegues de las paredes y el hálito caliente que chocaba con su cuello, apenas un susurro, apenas una insinuación, pero suficiente para que ella entendiera que debía liberarse de aquellos brazos para siempre. Y entonces fue un codazo repentino en los testículos del hombre para liberarse de sus brazos y salir corriendo hacia la puerta delantera. Alcanzó a escuchar los últimos insultos y amenazas de la bestia malherida que se revolcaba de dolor en el suelo. Salió sin nada, apenas con lo que llevaba puesto, pero eso era todo lo que hacía falta, solo un vestido y un maquillaje para salir a buscar un lugar mejor en este mundo.
La mujer tiró la fotografía, se levantó súbitamente y bajó corriendo las escaleras, atravesó la sala del comedor y salió por la puerta delantera de la casa, las lagrimas se corrieron de su rostro y entonces comenzó a correr. Corrió tal como había corrido aquel día, corrió solo como los niños pueden hacerlo, como el viento. Corrió buscando lo que más anhelaba aquella niña, llegar a alguna parte, a algún lugar, cruzar el umbral que separaba su horror de la alegría. Sintió que sus pies ya no tocaban el suelo, solo lo rozaba por la punta de sus zapatos, luego que se elevaba, y sus zancadas apenas se topaban con el suelo. Corrió por el sendero viejo del pueblo, esperando llegar corriendo a abrazarse con la niña entumecida, decirle que ha llegado a algún lugar, que ella la protegerá. Corrió hasta sentir en la boca el sabor de la sangre, hasta sentir en su espalda los pinchazos del cuero, hasta sentir en su rostro los ojos hinchados. Corrió esperando por siempre ese umbral, esa frontera, ese pasaje que la llevara a otro lugar.
La niña corrió sin pensar en lo que venía después, cuando tuviera que parar de cansancio, cuando el palpitar de sus sienes se haga demasiado intenso, cuando el dolor del costado izquierdo de su guata amenazara con explotar. Corrió sin pensar que la frontera que soñaba quizás nunca apareciera y que entonces sus pies descenderían a la tierra, y que comenzarían entonces el doloroso camino de retorno, el camino hacia el único lugar que existía para ella en este mundo.