miércoles, 4 de julio de 2007

El fuego de sus ojos

De aquel hombre apenas existe una foto, una brumosa tarde en sepia, un gélido rostro lejano, un hombre viejo y una niña, unos ojos intactos de desolada juventud. Era sólo una foto, pero se encontraba en ella un miedo, una resonancia de aquellos fatídicos años, de aquellas sombras ocultas en los rincones de la memoria.
La foto se conservaba entre el polvo acartonado y los pliegues del papel. Sin duda no era muy buena, revelaba apenas una pequeña pieza de verdad en aquel tosco rostro masculino, tan solo ecos del demonio enjaulado, del trastorno en sus ojos rojizos, capturados a medias por el flash de ese último abrazo. La foto no era de buena nitidez, pero era el único recuerdo que encontró de él. Sintió inmediatamente algo de ese veneno que agotó su niñez, de esas palizas que destrozaron su orgullo.
La mujer se encontraba sola frente a la imagen en la vieja bodega, había decidido regresar a esa casa después de tantos años, tratar de encontrar algo que la apartase de tantas pesadillas. Todas las cosas estaban guardadas en esa bodega, y ahí, olvidada entre las cajas de madera, se encontró aquel viejo cartón enmarcado, desenterrado desde las profundidades de un cajón.
Sentada ahí frente a la fotografía, buscaba encontrar algo de aquel hombre, algo de esa mirada que entumía su cuerpo. La foto no mostraba una sonrisa, ni siquiera una mirada tranquila, solo saltaba a la vista una niña con un rostro correcto y un hombre que la sostenía cariñosamente sentada en su pierna. Pero si se observaba bien aquel rostro sereno, aquellas tonalidades de inexpresiva cara de púber, se podía notar el espeso maquillaje, ese que camuflaba las lagunas negras en su rostro, el pliegue de tristeza bajo el arco de sus ojos, el rush sobrecargado en su boca pequeña, ocultando la grieta sangrienta de su labio carmesí.
Era sólo una imagen poco nítida, pero la bruma del desenfoque dejaba ver un leve movimiento en la mano del hombre, no era mucho, solo una leve caricia entre su panza y sus pechos. La bruma se hacía menos espesa y la niña no se atrevía a mover un dedo, ni siquiera a respirar muy fuerte, la mano del hombre era demasiado pesada, pero ¿a que le temía más?, eso no lo sabía, si era acaso a aquellas manos gruesas y peludas, o a aquel fierro ardiente que se alzaba entre sus piernas.
Aquella tarde había sido intranquila, al llegar de la escuela él la había sorprendido con un niño, abrazados en la esquina de la calle, con sus dedos entrecruzados, con un primer y un último beso. Llegaba con un rostro de felicidad, apenas una pequeña sonrisa, una mueca a la que su rostro no estaba acostumbrado, llegaba a sentir cosquillas en la guata al realizarlo. Sin duda fue un mal momento para que él llegase más temprano, y entonces la vio, oculto tras las cortinas de la ventana, pálido de rabia con su puño cerrado. La esperó paciente en la puerta de la casa. La niña quedó congelada al momento de verle, no entendía que hacía ahí tan temprano, ¿y si lo había visto con su compañero?, ¿y si había descubierto su amor furtivo?
El hombre la miro con el terrible fuego de sus ojos, solo hizo una pregunta,
-¿desde cuando que estas transformada en una puta?, la niña cerró los ojos y esperó ese golpe de hielo que le dobló su rostro, no derramó ninguna lágrima, solo olvidó para siempre esa sonrisa que la había acompañado hasta su casa, olvidó para siempre que en ese día un gustoso cosquilleo la había amparado en ese paseo fugitivo, solo trató de borrarse de su cuerpo. Él hizo lo de costumbre, la cogió del cuello y se la llevó a tirones al dormitorio, la humilló, le dijo que era una perra, una cochina, la desvistió y arrojó en su joven cuerpo toda la rabiosa fuerza que escupía su cinturón.
Su pequeña espalda ya no se ponía negra como antes, tan sólo recibía tonalidades de rosado y púrpura, colores que la acompañarían algunos días junto a la humillación y el espanto. Sus tardes estaban siempre preparadas para recibir aquellos azotes: si llegaba media hora tarde; dos azotes, la comida no estaba bien caliente: tres azotes; le respondía fuerte o lo desafiaba: siete azotes; sin embargo esto era nuevo, aquel hombre nunca la había visto con un niño. No podía saber hasta donde podía llegar esta vez, ni hasta donde la segunda parte. Esa segunda que siempre llegaba, al principio una paliza, después la terrible penetración. La niña podía sentir en cada latigazo aquella materia que se endurecía cada vez más entre las piernas de su verdugo. Era la regla del uno-dos, primero una paliza después el grueso mástil penetrando su entrepierna. Sabía que era lo peor, sin duda lo sabía, por eso siempre soportaba con dolor y calma, la calma que necesitará para no perecer de miedo en lo que después se venía.
Su mirada estaba a punto de perderse, su conciencia se habría desvanecido, pero unas gotas en su rostro la volvieron a la vida
- ¡Aaaaahhhhhr!- El grito espantoso del hombre puso fin a ese calvario,-!! una maldita gotera!!
La mujer derrumbaba su pena en esa fotografía, se tocó la espalda, luego la entrepierna, estaba completamente entumida con la desolación de aquella imagen. Quiso estirar la mano y llevarse a la niña, apartarla de ese lugar, pero lo único que lograba era espantar un poco las brumosas nubes que confundían la imagen.
La niña ya estaba preparada para lo que se venía, lamentaba no haber perdido la conciencia en algún temblor de esos azotes. Pero aquello no ocurrió, el padre se puso de vuelta el cinturón y se secó el sudor con un pañuelo. Sus labios hablaron con algo de amabilidad fingida.
– He llegado antes porque te tenía una sorpresa, y tu me pagas de esa forma pequeña zorra, me había conseguido una cámara, lo que tu tanto querías, quiero que nos saquemos una foto, ahora mismo, así que quiero que te maquilles, y que te maquilles bien, lo suficiente como para salir intacta y alegre.
La niña no sintió ni pena ni alegría, sólo obedeció cual perro amaestrado y fue a ocultar las manchas de violencia que se pintaban en su rostro.
La foto no reveló ni un pedazo de sus vidas, tan solo un eco enmarcado de lo que en esa casa sucedía. La poca nitidez de la fotografía encerraba un misterio inacabado. Los brazos del padre ya estaban en sus pechos de niña, la falda subía, los ojos se empañaban, la segunda parte estaba comenzando, el flash de la cámara automática ya no podía revelar el rumbo de esas manos, el hombre estaba nuevamente solo para acometer con violencia su sexo en esa niña.
Sin embargo algo ocurría en el corazón de la chica, un momento importante parecía haber llegado, el momento quizás de romper una cadena.
Las lagrimas de la mujer caían en la foto, distorsionando sutilmente los elementos de la imagen, el rostro de la niña cambiaba de expresión, sentía otras gotas en su rostro, sentía la pena de alguien que la quería, que lloraba con ella, de alguien que la amaba, de alguien que entre el los brazos peludos de su victimario le quería decir algo. Fue una pequeña ráfaga de viento y el mensaje llegó. Llegó entre los polvos de los suelos y las maderas enmohecidas, llegó esquivando los pliegues de las paredes y el hálito caliente que chocaba con su cuello, apenas un susurro, apenas una insinuación, pero suficiente para que ella entendiera que debía liberarse de aquellos brazos para siempre. Y entonces fue un codazo repentino en los testículos del hombre para liberarse de sus brazos y salir corriendo hacia la puerta delantera. Alcanzó a escuchar los últimos insultos y amenazas de la bestia malherida que se revolcaba de dolor en el suelo. Salió sin nada, apenas con lo que llevaba puesto, pero eso era todo lo que hacía falta, solo un vestido y un maquillaje para salir a buscar un lugar mejor en este mundo.

La mujer tiró la fotografía, se levantó súbitamente y bajó corriendo las escaleras, atravesó la sala del comedor y salió por la puerta delantera de la casa, las lagrimas se corrieron de su rostro y entonces comenzó a correr. Corrió tal como había corrido aquel día, corrió solo como los niños pueden hacerlo, como el viento. Corrió buscando lo que más anhelaba aquella niña, llegar a alguna parte, a algún lugar, cruzar el umbral que separaba su horror de la alegría. Sintió que sus pies ya no tocaban el suelo, solo lo rozaba por la punta de sus zapatos, luego que se elevaba, y sus zancadas apenas se topaban con el suelo. Corrió por el sendero viejo del pueblo, esperando llegar corriendo a abrazarse con la niña entumecida, decirle que ha llegado a algún lugar, que ella la protegerá. Corrió hasta sentir en la boca el sabor de la sangre, hasta sentir en su espalda los pinchazos del cuero, hasta sentir en su rostro los ojos hinchados. Corrió esperando por siempre ese umbral, esa frontera, ese pasaje que la llevara a otro lugar.
La niña corrió sin pensar en lo que venía después, cuando tuviera que parar de cansancio, cuando el palpitar de sus sienes se haga demasiado intenso, cuando el dolor del costado izquierdo de su guata amenazara con explotar. Corrió sin pensar que la frontera que soñaba quizás nunca apareciera y que entonces sus pies descenderían a la tierra, y que comenzarían entonces el doloroso camino de retorno, el camino hacia el único lugar que existía para ella en este mundo.

Bajo el asfalto

Es increíble que al comienzo haya sido tan perfecto, con Alvarito todo estaba bien, nos coordinábamos y descordinábamos, se reía de mis mofas sin maldad, sabíamos de espacios comunes y personales, nos mirábamos sin odio, entendíamos nuestros temperamentos. La confianza crecía tan natural cómo las plantas de marihuana en el patio trasero. Pero cuando llegó Chefo, todo se fue a la mierda, Alvarito siempre me habló bien de él, por eso al comienzo tuve una buena, o mejor dicho excelente disposición. Pero fue inevitable no inquietarse con esa forma de mirar, de menearse, y su petulante manera de hablar.
El ruido de las máquinas empeoró aún más las cosas, con escándalo remodelaban el asfalto de la mañana al atardecer. Además estaba esa estúpida música con que Chefo nos penaba todas las noches. (yo no entiendo como Alvarito podía dormir). Todo se volvía cada vez más oscuro.
A la semana ya había atormentado todos mis espacios con sus mentiras, su ironía, su odiosidad; se mofaba de todo lo que hacía.
Hay momentos en que uno siente que su vida patina por un largo y hermoso camino de hielo, pero el Chefo había llenado mi camino de intransitable ripio, había creado una atmósfera de desagrado. Esto sólo es tolerable hasta que uno empieza a temer por su propia integridad.
Quizás busqué una excusa, un móvil para inquietarme hasta tal extremo que me llevara a tomar medidas drásticas, no es que le haya querido hacer el préstamo, pero bien sabía que con los deudores uno tiene que hacer justicia por sus propios medios. Pero él sospechó de mí primero.
El martes ya me había comenzado a inquietar algo en su mirada. Me observaba sin razón por minutos, a veces desde la cocina o del patio, deslizaba su mirada estudiando todos mis movimientos, con ojos de carnicero sacaba conclusiones de mis conductas.
Esa noche abrió ligeramente la puerta de mi cuarto a eso de las doce, me percaté de su presencia y fingí que dormía, logré entreabrir un ojo sin que pudiese notarlo y ahí lo vi, parado como un muerto viviente, observando todos los rincones de mi pieza y principalmente observándome a mí, que dormía de espaldas y con un libro abierto en el pecho. Pasó mucho rato, demasiado como para no sospechar, vi que sus ojos brillaban como un gato de pesadilla y pude dilucidar la perversidad de su rostro justo antes de que diese media vuelta y dejase todo en absoluta oscuridad.
Yo nunca he sido una persona paranoica, pero las pruebas comenzaban a mostrárseme como queriendo cambiar mi destino. Él planeaba asesinarme. Y pensaba hacerlo antes de que yo juntara el coraje necesario para tomar la misma determinación. Nuestra vida se sintetizaba así: uno estudiante de derecho el otro de química, siendo esto último de gran peligro por su fanatismo de coleccionar ciertos productos con los que envenenaba ratones y palomas en sus tardes libres. Con Alvarito podía jugar a la pelota, fumar y carretear pacíficamente, pero cuando se aparecía el Chefo se tornaba todo tan áspero que no podía sino huir a encerrarme a mi cuarto hasta que desapareciese. Comencé a tomar todas las precauciones para defender mi integridad, sabía que había estado en mi pieza así que quemé mis libros para no perecer al llevarme los dedos a la boca al ir cambiando de páginas (como ya lo había leído antes en una novela policial). Rechacé cualquier cigarrillo de la casa y boté toda mi comida y mi cepillo de dientes. Su fórmula sin embargo era un poco más refinada, y para el jueves ya la había podido deducir. Ese día en la mañana nos propuso juntarnos en la casa después de clases para tomarnos unas chelas, ahí comenzaron mis sospechas. Como él ya me había estudiado por largo tiempo, sabía que no aguanto más de dos copas sin recurrir al inodoro. También asumía que Álvarito con sus cándidas y despistadas actitudes nunca lograría intervenir en el macabro acto. En el lapso que dure mi ausencia, sacaría el frasco de mercurio que ya le había descubierto hace dos días, mezclado con refinados productos para neutralizar el sabor, lo iría disolviendo acuciosamente en mi vaso de cerveza. En mi regreso bebería envenenando hasta mis últimos rincones con sus polvos homicidas. Al rato me empezaré a sentir mareado y con fuertes convulsiones, como lo más lógico será culpar al alcohol de mis delirios y dolores, me iré sugestionado y agónico a mi lecho. Al día siguiente me descubrirán difunto y macilento, además estaré de espaldas y lleno de vómito lo cuál será la perfecta excusa para explicar que morí ahogado en mi propia porquería.
El plan era lúgubre, casi magistral si se piensa en su simpleza y crueldad, por eso estaba dispuesto a contrarrestar la maldad de mi deudor con algo aún más perverso.

Aquella tarde volví anticipándome al encuentro para dar algunas vueltas frente a la fosa de la calle, tenía cinco metros de profundidad y sus paredes estaban humedecidas y hediondas. Los obreros ya comenzaban la faena de cubrir los huecos con tierra para últimamente emparejarla con cemento. Parecía siniestro pero demasiado simple para contrarrestar la sutileza de mi conviviente.
El primero en llegar fue Alvarito que regresaba sonriente con varias chelas en las manos y chistosas anécdotas para compartir. Nos dimos la libertad de comenzar a emborracharnos sin la presencia de mi víctima. Alvarito se rió y cantó, junto a mí, viejas canciones llenas de nostalgia, sin siquiera sospechar que era la última vez que podría hacerlo. Aquella tarde todo ocurrió muy rápido, el sol se escondió, los obreros se retiraron, Alvarito se emborrachó y se fue a dormir. Y en mi completa soledad, la mano del Chefo se posaba en mi hombro izquierdo. –Disculpa la demora, aquí traigo más chelas-.
Al ser este mi último testimonio de lo ocurrido aquella noche, procederé a relatar de forma sencilla y veraz la secuencia de hechos que llevaron al fatídico desenlace que ya todos ustedes conocen.
Nos sentamos de frente y abrió una cerveza, sospeché que ambas ya podían haber estado contaminadas así que evité tragar hasta cerciorarme que él lo hiciese primero. Noté que su rostro estaba completamente imperturbado, dominando de forma ejemplar la ansiedad por acometer su fechoría. Yo por mi parte hice lo mismo para evitar sospechas de mi plan paralelo.
Compartimos el primer vaso en forzadas trivialidades, pero con la mente sagaz al momento. Después de unos veinte minutos dejé adrede el vaso en la mesa y subí al segundo piso a buscar mi herramienta principal. Primero abrí la puerta del cuarto de Alvarito para asegurarme que estuviera bien dormido, pero me encontré con la sorpresa de su ausencia. ¿en qué momento había salido? ¿sin que yo me diera cuenta? ¿cuando?.

Hay muertes que son catalogadas de trágicas, otras tranquilas y finalmente las terribles. Dentro de esta categoría pueden estar las aterradoras, espeluznantes, escalofriantes y macabras. Y existe una que puede aunar todos estos términos mencionados. Esta es la de ser enterrado vivo. No hay nada comparable con la inhumación en vida. Porque cuando metí al Chefo dentro del cofre de mi abuela, me percaté que seguía con vida y hasta logró diferenciarme con esa mirada que tanto odié y que en ese momento no me produjo sino un inmenso placer. Si, reconozco que me dio placer ver cómo miró con ojos derrotados los últimos rayos de luz en su vida.
Logré arrastrar el baúl hasta el pavimento, y luego de certificar la soledad de la calle aquella madrugada, lo dejé caer en el tenebroso hueco. Escuché victorioso sus lejanos gritos y me apresuré en ir a buscar la pala para terminar mi faena. Cavé y cubrí con tierra y piedras el féretro de mi compañero, lo suficiente como para que no pudiera descubrirse a menos que se cavaran dos metros de profundidad ni pudiera escucharse el grito más escandaloso en el silencio más absoluto, tan absoluto como el de aquella noche. Todo había salido perfecto, pero Alvarito seguía desaparecido.
Debo confesar que a la mañana siguiente no sentí eso que muchos asesinos aluden como “sentimiento de culpa” luego de cometer el crimen. No, me desperté tranquilo, lleno de paz interior, disfruté el desayuno sin su presencia, también disfruté cuando al pasar por la calle vi que los obreros no solo habían ignorado el cofre, sino que además ya terminaban de tapar la fosa sepultando de forma definitiva a mi compañero.
Ese día fue perfecto. Cuál pudo haber sido mi error, todo estaba tranquilo nuevamente en mi vida, nada podría haberme llevado a un fracaso, nada excepto un detalle: Alvarito seguía sin aparecerse. Aquella tarde volví a eso de las siete y me encontré con la calle completamente vacía, y no sólo eso, sino que el hueco ya había sido tapado y hasta pavimentado, los obreros habían terminado justo ese día su faena. No diré lo que ocurrió a continuación sólo por morbo personal, tampoco crean que es una provocación a los consanguíneos, pero es necesario que sepan el hecho que desató todas mis tribulaciones. Aquella tarde me paré caviloso sobre el nuevo pavimento, me di algunas vueltas con perversas sonrisas y pateé el suelo para verificar su solidez. Pensaba que todo estaba bien, pero entonces ocurrió algo, fue menos que un aullido a dos kilómetros de distancia, ni siquiera el sonido de una brisa que pasa a setenta metros, incluso menor que el palpitar de mi propio corazón en este momento. Fue una minúscula onda de presión que nació cinco metros bajo tierra y que subió casi extinta por mi cuerpo para terminar con un tronido leve en mis oídos atentos. Sin duda era su voz inextinguida. Me percaté que seguía vivo, luchando desesperado contra la gruesa capa de pavimento. Y era él, pude verlo todo en aquel momento, esa pieza vacía aquella noche y él apareciéndose por detrás y yo empujándolo con mis dos manos y luego cayéndose por las escaleras y era él, todo el tiempo era él.
Sufrí siempre los pesares de su figura y ahora no tolero mas su ausencia, beberé sorbo a sorbo su cerveza, me iré a acostar boca arriba tal como lo planeó, me ahogaré consciente pero inerte y sufriré tal como imaginó que sufriría, aunque no haya sido él, aunque esa persona que quise resulte ser otra que yo odié, y ahora cumpliré su voluntad tomándome su último legado: El vaso de cerveza que nunca quise desechar.
He llegado al final de mi testimonio, ustedes pueden recogerlo y condenarme moralmente, o bien pueden hacer lo que deseen con mi cuerpo, entregárselo a la familia de mi conviviente para que me castiguen, incinerarme en un rito infausto, picarme para que me coman los buitres, entregar mi cuerpo a la morgue, acuchillarme como psicópatas, momificarme, enterrarme en un féretro inmundo bajo la calle mas transitada o bien la más olvidada de esta enorme ciudad.